La madrugada
del pasado Lunes 6 de Agosto, el vehículo explorador Curiosity plantó sus inmaculadas
ruedas sobre el (¿inhóspito?) suelo de Marte. Unos minutos después, la señal
emitida por el robot llegó a la NASA anunciando el éxito de la delicada maniobra,
mensaje que fue recibido con auténtica algarabía por sus sufridos técnicos. El
ingenio mecánico estaba entonces listo para poner en marcha su tarea: encontrar
posibles indicios de vida en el planeta rojo, y ya de paso, rastrear las
huellas de nuestro propio origen.
Curiosity.
Un elocuente nombre para el módulo de exploración, puesto que la curiosidad ha
sido siempre una de las más grandes virtudes del ser humano, la verdadera semilla
del progreso, el acicate que ha espoleado la investigación y el conocimiento. Una
voraz hambre de respuestas y un espíritu eminentemente inquieto ha empujado a la
humanidad a lo largo de su historia a sumergirse en las lagunas de sus propias
raíces y a escarbar con avidez cielo y tierra en busca de la más mínima pista
esclarecedora. Ya desde muy temprano, hemos alzado la mirada al firmamento,
convencidos de que en la inmensidad del cosmos, podríamos encontrar las claves
de nuestra existencia. Como se sostenía en la cabecera de X-Files, “La verdad está ahí fuera”.
El
cine ha recogido en numerosas ocasiones esta febril vehemencia del hombre por despejar
las incógnitas más profundas y sombrías de su existencia: ¿Quiénes somos? ¿De
dónde venimos? ¿Hacia dónde puñetas vamos? La ciencia-ficción nos ha obsequiado
con varios ejemplos de desesperadas (y a veces terribles) incursiones en las misteriosas
tinieblas del espacio exterior persiguiendo el fantasma de nuestro origen.
En Alien, el octavo pasajero (Ridley Scott,
1979), la tripulación del carguero espacial Nostromo se ve envuelta sin pretenderlo
en una oscura expedición con viscosas y sangrientas consecuencias. Tras recibir
una transmisión no identificada proveniente de un planeta desconocido, la nave
interrumpe la hibernación de sus tripulantes y se dirige hacia él para
investigar el origen de la señal. Una vez allí, descubren una nave alienígena
que parece llevar mucho tiempo inoperativa y que alberga en su interior un
horrible secreto aletargado, esperando pacientemente su momento. Nuestros
protagonistas encuentran un espécimen extraterrestre muerto y fosilizado, con
el pecho reventado (el célebre y enigmático piloto en torno al cual gira la
reciente Prometheus, de la que
hablaremos más adelante). Más tarde, el grupo expedicionario realiza el nefasto
hallazgo del xenomorfo que martirizará a la teniente Ripley (Sigourney Weaver) en
hasta cuatro ocasiones. Cualquiera que esté familiarizado con la obra de H.P.
Lovecraft, identificará enseguida en la película muchos elementos y
paralelismos con la atmósfera terrorífica y agobiante en la que el autor
literario sumerge a sus científicos. Tanto Alien
como En las montañas de la locura, establecen un punto de vista tétrico
sobre la insensatez del hombre husmeando en lo desconocido y exponiéndose a
liberar un peligro dormido bajo eones y años luz.
En 2001: Una odisea del espacio (Stanley
Kubrick, 1968), se reflexiona a modo de metáfora sobre el origen del hombre,
abarcando millones de años de evolución. Una serie de enigmáticos monolitos van
apareciendo en distintos puntos del sistema solar, lo que motiva un viaje
interplanetario a Júpiter para comprender la verdadera naturaleza de esas
extrañas construcciones. El monolito ha suscitado infinidad de
interpretaciones: ¿Simboliza el progreso? ¿La ciencia? ¿La conciencia? ¿Es
fruto de una mente superior? ¿Dios? ¿Extraterrestres? Pues quizá un poco de
todo. En el relato original en el que se inspira el film, El Centinela, de Arthur C. Clarke, el monolito es hallado en la
superficie de la Luna y su función es la de localizador, una especie de baliza
que alguna raza alienígena pudo haber colocado allí hace millones de años,
esperando que alguna civilización lo encontrase. Una raza alienígena
ciertamente curiosa, sin duda. Obra capital del séptimo arte. Metáfora cargada
de simbolismos, religión y filosofía existencialista acerca de la fuente de la
vida.
Otra película
polémica y controvertida es Solaris
(Andrei Tarkovsky, 1972), obra muy comparada con 2001 por su temática, pero que es radicalmente distinta en
planteamiento, planificación y presupuesto. El doctor Kris Kelvin viaja a la
estación espacial que orbita el planeta Solaris en la que están sucediendo
cosas extrañas. El planeta se encuentra rodeado de un océano que actúa como una
especie de mente pensante que reproduce los sueños y recuerdos de los
tripulantes de la estación. Se trata de un film de evidentes lecturas
religiosas. La religión en este tipo de relatos juega un papel muy relevante,
pues no es sino una manera primitiva de intentar dar explicación a fenómenos
naturales que la mente humana no comprende y que supone un compendio de
concepciones elementales sobre el hombre, la tierra y el universo. Una
aproximación, al margen de la evidencia científica, a la verdadera naturaleza y
significado de la existencia.
En Misión a Marte (Brian de Palma, 2000),
se plantea una interesante cuestión acerca de la procedencia extraterrestre del
ADN humano. Relata la misión tripulada hacia nuestro vecino rojo por el que ya
campea alegremente a día de hoy el entrañable Curiosity. Al parecer, en esta
ocasión también se ha encontrado una estructura antigua en el planeta que ha
matado a casi toda la tripulación de la misión anterior y el cometido de la
nueva expedición es rescatar a los posibles supervivientes además de, claro
está, hallar respuestas. La mayoría de la película carece del menor interés
hasta que llegamos a sus diez minutos finales en los que un marciano le cuenta
a Gary Sinise con todos los pormenores la verdadera procedencia del ADN humano
y, por tanto, de la vida en la Tierra, dejando todo el asunto muy mascadito
para el espectador y prácticamente obviando el resto del metraje. A pesar de
tratarse de un film menor y seguramente prescindible, ofrece una interesante
hipótesis alternativa sobre el origen del hombre y un ejemplo más de la
insaciable curiosidad humana por completar el rompecabezas de nuestro génesis.
El más
reciente ejemplo es la prometedora y visualmente bella, pero finalmente
infausta, Prometheus (Ridley Scott,
2012), dirigida por el padre del monstruo xenomorfo y que pretendía indagar en las
circunstancias que envolvían a la raza alienígena sucumbida ante él, que hizo
su aparición en la primera parte de la saga (el piloto mencionado
anteriormente). Una serie de hallazgos arqueológicos en distintos puntos de la
Tierra y de varias épocas que parecen tener relación entre sí, conducen a un
grupo de científicos a un lejano planeta, siguiendo un posible rastro del
origen de la vida humana. De nuevo, tenemos delante una traslación al espacio
exterior del universo literario de Lovecraft, sobrecargado de referencias
religiosas, literarias y cinéfilas colocadas de manera aleatoria y caprichosa a
lo largo y ancho de un guión totalmente incoherente. Sin embargo, a pesar de la
falta absoluta de coherencia interna, nulo desarrollo de personajes y líneas
argumentales lanzadas a ningún lugar, Prometheus
es un ejemplo perfecto y paradigmático de lo que venimos desarrollando en el
presente artículo: la curiosidad como motor de la búsqueda de respuestas.
La curiosidad,
en resumen, es lo que ha llevado a la humanidad a surcar mares ignotos, escalar
montañas, escudriñar microorganismos y lanzarse a explorar las inmensidades del
vacío cósmico. Un impulso natural por revelar los misterios de la naturaleza y
de la propia condición humana. Todavía quedan muchos interrogantes en el aire,
y seguramente, la resolución de uno sólo de ellos abrirá la puerta a un
centenar más, y la búsqueda se antoje interminable. Pero, algún día empezaremos
a ver la luz al final del túnel.
De momento, estemos pendientes
del Curiosity y de sus bonitas fotografías, a ver si logramos sacar algo en
claro...
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